Argentina parece empeñada en ser un caso de estudio para manuales de
volatilidad y pendularidad psiquiátrica. Mientras la mayoría del planeta puede
planificar con cierta calma, nosotros jugamos en una mesa de casino donde la
única apuesta posible es en el spot. Nada de rolear deuda, nada de mirar
más allá del corto plazo y siempre obligados a mostrarle a Wall Street que hay
plata en “cash” para pagar los bonos, cosa que casi no ocurre en ningún otro lugar
del mundo. Cada dólar que entra se cuenta minuciosamente y se exhibe como si
fuera un trofeo, prueba de que todavía somos capaces de generar reservas y todo
un país pendiente de cuántas divisas se generan cotidianamente, lo cual habla
del delirio en el que vivimos y también justifica el blindaje que Estados
Unidos le ha ofrecido a la Argentina cuya condicionalidad de cara a la elección
del 26O todavía está en duda a los ojos del mercado, uno que se planta con un
pesimismo muy marcado hacia un desenlace político que tiene frezado al país
desde enero de este año. Cualquier nación mas o menos normal miraría esta
gimnasia con asombro; aquí, en cambio contar los billetes todos los días del
año, es la rutina cotidiana. Sin embargo, los resultados recientes de la
economía son difíciles de ignorar aun cuando la miopía coyuntural de muchos
argentinos impide reconocerlo. Estamos tan acostumbrados a aceptar al fracaso
como escenario base, que cuando tenemos frente a nosotros la posibilidad de un
sendero alternativo exitoso nuestro primer acto reflejo es negarlo.
La inflación, que hace un ratito no mas coqueteaba con el 200% anual,
cayó a la zona del 25% interanual según las últimas mediciones oficiales y con
una marcada tendencia bajista a futuro. El índice de pobreza, que había estallado
en la gestión anterior, retrocedió muy sustancialmente fruto de la desinflación,
siendo doce millones los argentinos que abandonaron dicha zona en esta gestión
libertaria. Son grandes logros que, si ocurrieran en otro lugar del mundo,
acapararían suma atención periodística, análisis celebratorios y asegurarían
una holgada victoria electoral. En Argentina, en cambio, se los menciona en voz
baja, casi con envidiosa vergüenza, como si reconocerlos fuera de mal gusto. La
realidad es que a una cantidad no menor de argentinos, el modelo de un país
todo roto les genera enormes ganancias en sus respectivas islas populistas, las
cuales se ven seriamente amenazadas si es que este modelo libertario continua y
se extiende en el tiempo con esta propuesta sumamente darwiniana a nivel
económico, tal como es el liberalismo en su esencia más elemental.
Mientras tanto, el debate político insiste en describir al modelo
económico como en un caos virtual, lo cual no es cierto bajo ningún punto de
vista. Es un relato basado en la idea de que nada cambia y todo fracaso argentino
está garantizado. Sin embargo, la evidencia cuenta otra historia. Las reservas
netas del Banco Central, siguen creciendo, a paso lento pero firme e implacable.
El superávit energético está empezando ser muy relevante. Lo que todavía frena
un despegue más visible son las cicatrices de décadas en decisiones costosas,
algo que no se resuelve en dos años, por más que mucho argentino frustrado pida
milagros en tiempo real. El establishment internacional tampoco facilita el
proceso, dada la fama defaulteadora que tenemos, los inversores miran de reojo
cada elección local sabiendo que sus resultados pueden ser brutalmente extremos.
Basta un pequeño rumor para que los precios de bonos y acciones se muevan como
si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Los bonos argentinos vienen
operando con volatilidades similares a la de una cripto lo cual habla de cómo el
mundo nos mira sin comprender la capacidad de hacernos daño de manera
innecesaria y autoinfligida.
Que el mercado global conozca y anticipe cruelmente esta dinámica ya es un
clásico argentino: significa que nuestra volatilidad criolla se ha vuelto un
fenómeno demasiado predecible y los cisnes negros post electorales comienzan a
convertirse en una preocupante y costosísima tradición que frena todo tipo de
inversión real de largo plazo y describe a una sociedad que sigue sin decidirse
respecto a si queremos converger a Cuba o a Australia. Paradójicamente, detrás
de toda esta turbulencia se están sentando bases que podrían sostener un
crecimiento prolongado aun cuando mucho argentino todavía, carezca de la
capacidad de comprenderlo. Proyecciones de organismos privados ubican al PBI argentino
con un potencial de expansión del 3% anual si se mantiene la disciplina fiscal
y la apertura comercial. Las estimaciones de inflación para el próximo año
oscilan entre el 15% y el 18%, cifras que para muchas otras economías sonarían
altas, pero que para nosotros lucen muy elocuentes si es que recordamos de
dónde venimos.
La incógnita es si tendremos la paciencia para dejar que este proceso
madure o si, fieles a nuestra costumbre histórica, preferiremos volver a
empezar cada cuatro años, rompiéndolo todo nuevamente, abrazando al populismo
por un rato y chocando otra vez la calesita. La verdadera apuesta no es
económica sino cultural: aprender a convivir con la idea de que la estabilidad
no tiene por qué ser aburrida. En definitiva, el país se mueve entre logros
tangibles y un escepticismo casi deportivo con gusto a psiquiátrico. Tal vez éste
sea el mayor “talento” argentino: convertir cada avance en motivo de duda, y
cada duda en espectáculo. Un ciclo tan frustrante como agotador, que mantiene a
toda una sociedad en una jaula de acero.
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