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Del colapso inflacionario al ciclo de crecimiento

La economía argentina atraviesa una transformación que excede con amplitud el cambio de un programa de estabilización. Lo que se está reconfigurando es el sistema completo de incentivos, precios relativos y señales económicas que durante décadas distorsionaron la asignación de recursos y erosionaron sistemáticamente la capacidad productiva del país. No se trata de una corrección coyuntural, sino de una mutación de régimen económico. Durante un largo período, la economía funcionó bajo un entramado institucional que privilegió la protección por sobre la productividad, la discrecionalidad por sobre la regla y el corto plazo por sobre la inversión. El resultado no fue solo inflación crónica, sino una degradación sostenida de la competitividad, una estructura productiva frágil y una pérdida gradual del salario real. La inflación no fue la causa última de los desequilibrios; fue su manifestación monetaria más visible.

Cuando una sociedad puede acceder a bienes más baratos y de mejor calidad en mercados más eficientes, lo que ocurre no es destrucción de valor, sino liberación de recursos. Ese ahorro de ingreso disponible habilita nuevas decisiones de consumo, inversión y reasignación laboral. La economía deja de sostener estructuras improductivas y comienza a canalizar recursos hacia actividades capaces de competir, crecer y generar empleo genuino. No se trata de desprotección social, sino de movilidad económica. Una empresa que depende permanentemente de protección externa no es expresión de competitividad sino evidencia de una asignación incorrecta de capital. El desarrollo sostenible no surge de blindar sectores inviables, sino de permitir que el capital fluya hacia donde es más productivo. La economía moderna crece a través del reemplazo de actividades obsoletas por otras más eficientes. Ese proceso suele ser incómodo, pero es el mecanismo central mediante el cual las sociedades capitalistas elevan su productividad y sus ingresos reales.

En este sentido, la dinámica de cierres, aperturas, reconversiones y movilidad laboral no constituye una anomalía, sino el funcionamiento normal de una economía en crecimiento. Las economías más dinámicas del mundo no se caracterizan por la ausencia de cambios empresariales, sino por la velocidad con la que los recursos migran hacia nuevas oportunidades. El estancamiento, en cambio, es siempre consecuencia de la rigidez. Sobre esta base comienza a percibirse un ordenamiento macroeconómico que había estado ausente durante años. La desaceleración del proceso inflacionario ya no es una expectativa, sino un dato observable en la dinámica contractual, en la evolución de las tasas reales y en la recomposición paulatina del salario. La estabilización monetaria no constituye un logro en sí mismo, sino la condición necesaria para restablecer el cálculo económico y permitir la planificación de largo plazo.

A medida que la inflación retrocede, se reconstituye el crédito, mejora la previsibilidad y se reduce progresivamente el costo de financiamiento. El riesgo país comienza a transitar un sendero de normalización que impacta de forma directa sobre el valor de los activos financieros. Bonos y acciones empiezan a reflejar, lentamente, un cambio en las expectativas de largo plazo, no como reacción inmediata, sino como proceso. La inversión, históricamente sensible a la incertidumbre, responde antes a la estabilidad institucional que al nivel de tasas. Donde hay reglas previsibles, contratos respetados y monedas estables, el capital regresa. En ese marco, no resulta extraño observar señales incipientes de reversión de flujos migratorios, fenómeno que únicamente ocurre cuando una economía vuelve a ofrecer horizontes razonables de progreso.

El mercado de capitales no es ajeno a este proceso. Mientras los mercados emergentes y desarrollados exhibieron desempeños destacados durante 2025, el índice accionario argentino quedó rezagado. Ese desacople no expresa necesariamente debilidad, sino atraso relativo respecto de un cambio de régimen que todavía no terminó de reflejarse en precios. En un contexto de convergencia macroeconómica, la valorización financiera suele ser consecuencia, no detonante. El ciclo económico sigue una secuencia conocida: primero estabilidad, luego crédito, después inversión, finalmente crecimiento. Invertir ese orden conduce de manera inevitable a frustración. La historia económica no admite atajos sustentables. No hay crecimiento duradero sin moneda estable, ni desarrollo sin reglas claras, ni bienestar sin productividad.

Una palabra resume la etapa inicial del nuevo ciclo: desinflación. Otra comenzará a dominar la próxima fase: crecimiento. No como promesa, sino como consecuencia lógica de una macroeconomía que vuelve a operar bajo fundamentos elementales. El orden macroeconómico no es el destino final, sino el punto de partida para una economía más integrada, más productiva y más equitativa. Argentina no ingresa a una etapa de prosperidad por efecto retórico, sino por corrección de distorsiones históricas. La estabilidad no garantiza crecimiento automático, pero lo hace posible. La economía deja de defender desequilibrios y comienza a corregirlos. Esa es la diferencia entre administrar una crisis y construir un ciclo.

El proceso es largo, exige consistencia y no admite improvisación. Pero cuando una economía comienza a ordenar su moneda, liberar precios, reconstruir crédito y reinsertarse en los flujos globales, no hay fuerza política ni circunstancia coyuntural que pueda revertir con facilidad esa dirección. Los procesos de normalización tardan en consolidarse, pero una vez iniciados son difíciles de detener. La Argentina no enfrenta una simple etapa de recuperación. Enfrenta una redefinición del modo en que genera riqueza, remunera trabajo y asigna recursos. Ese cambio no ocurre de un día para otro, pero cuando se activa, tiende a ser irreversible. Bienvenido sea.


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